CENAS MEMORABLES

La noche del 6 de julio de 1815, después de la derrota de Waterloo, la ciudad de París está ocupada por los ejércitos de Rusia, Prusia e Inglaterra con el Duque de Wellington al mando. Napoleón ha abdicado y la Asamblea proclama emperador a su hijo Napoleón II. Dos hombres poderosos se encuentran en secreto en el palacio de la calle Saint Florentine: Charles Maurice de Talleyrand, Ministro de Relaciones Exteriores, que adhiere la restauración borbónica, y Joseph Fouché, Ministro del Interior durante varios gobiernos, que anhela instaurar la II República con el apoyo jacobino; de hecho es ya Presidente del Gobierno Provisional.



Este momento histórico sirve de argumento a La cena (1989), obra del dramaturgo francés Jean Claude Brisville, que recrea esa noche espléndida entre dos hombres de carácter diferente, enemigos acérrimos que se detestan, y que se ven obligados a pactar para mantenerse a flote. “Vos necesitáis mi fuerza”, afirma Fouché, y Talleyrand responde, “Y vos mi cabeza”.

Memorable cena que revela el sumun de la negociación y de la intriga política de dos personajes que sólo se sirven a sí mismos. “Con una buena Policía sólo puede haber un buen Gobierno, porque nadie podrá decir que es malo”, dice Talleyrand; mientras que para Fouché: “El poder será de la Policía, de los espías, de los delatores. Ese será el orden”. Cínica reflexión de quienes solo ansían el poder y la riqueza.


La acción transcurre alrededor de una mesa iluminada con una luz que parece irrumpir con el único propósito de revelar el ángulo preciso y cierto: las expresiones y la transformación de los rostros mientras el pacto se produce y se deleitan con la maestría del sabor de Bouillon de perdrix, Pâté de Foie Gras Truffé, Garniture d'oignons glacés, Saumon Royale, entre otros platos. Según Tayllerand, para el éxito de las negociaciones es más importante contar con buenos cocineros que con buenos diplomáticos, y por ello confiaba sus cenas al mejor de su época, Marie Antoine Carême.

No sabemos hasta que punto Fouché se dejó conmover por las truchas, los salmones y el vino, porque en la magnífica biografía que escribiera de él, Stefan Zweig, dice que era un hombre que no conocía pasiones recias, avasalladoras: “no es arrastrado hacia las mujeres ni hacia el juego; no bebe vino, no le tienta el despilfarro, no mueve sus músculos, no vive más que en su estudio, entre documentos y papeles. Nunca se enfada visiblemente, nunca vibra un nervio en su cara. Sólo para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos…”

Pero lo cierto es que al día siguiente en Saint-Denis, Fouché prestó juramento de fidelidad a Luis XVIII ante el beneplácito de Talleyrand. No olvidemos que en 1793 Fouché aprobó la ejecución de Luis XVI, hermano del rey que ahora apoyaba. Fouché y Talleyrand, constituyen las figuras psicológicas más interesantes de esa época. Según Stefan Zweig, los dos eran inteligentes, realistas, habían pasado por la escuela de la Iglesia y de la revolución. “Los dos tienen la misma sangre fría, el afán por el dinero y los honores. Los dos sirvieron con la misma infidelidad y la misma ausencia de escrúpulos a la República, el Directorio, el Consulado, el Imperio y la Monarquía”.


Otra cena, no menos memorable, es la que describe Karen Blixen, - que publicó con el seudónimo de Isak Dinesen – en El banquete de Babette (1952), uno de los relatos compendiados posteriormente en Anécdotas del destino (1958). La acción transcurre en una aldea de Jutlandia, Dinamarca, a fines del siglo XIX en la que viven un estricto pastor luterano con dos hijas solteras de edad adulta, Filippa y Martine, educadas en la rígida tradición puritana, aisladas del mundo en constante lucha contra el pecado, y privadas de vida amorosa.

Tras la muerte del padre, Filippa y Martine quedan al servicio de los fieles, manteniendo viva la rígida autoridad paterna y renunciando a la posibilidad – por entonces remota – de una vida propia. A esta casa llega en 1871 durante la guerra franco-prusiana, Babette, una famosa cocinera francesa que solicita ser acogida como sirvienta portando una carta de recomendación de Achille Papin, cantante de ópera y antiguo pretendiente de Philippa.


Desde su llegada Babette es considera una extraña, ajena a la comunidad, no obstante que vive con ellos catorce años. Como es de suponer, la vida restrictiva de las hermanas también se refleja en una magra y frugal dieta, cocina sobria de guiso de bacalao y sopa de cerveza. Pero un día Babette juega a la lotería y gana diez mil francos, entonces decide demostrarles su gratitud con una suculenta cena que conmemore el centenario del nacimiento de padre, a la que también son invitados los más fieles discípulos del venerable pastor. Todos aceptan el festín, pero decididos a no disfrutar de los manjares porque este gozo significa a todas luces un acto pecaminoso; y por supuesto tampoco beberán los excelentes vinos que les ofrecerá Babette.


Los días previos al banquete se convierte en un suplicio para Filippa y Martine, que turbadas presencian la llegada de carnes, pescados, trufas, frutas, dulces, chocolates, y un importante surtido de finos vinos, todos procedentes de París especialmente encargados por Babette. El día del banquete, desde muy temprano en la mañana, Babette empieza a cocinar. La casa de llena de aromas, del calor de las ollas y de la fragancia de las especies, y poco a poco todo va cobrando vida. Mientras Filippa y Martine intentan disimular las severas miradas de reprobación de los invitados, vestidos de negro, con el rostro adusto, y refunfuñando por dentro.


Al ocupar su sitio en la mesa, ni la exquisitez ni el refinamiento del festín que les ha preparado Babette logran disminuir el miedo y la culpa de los discípulos del estricto pastor luterano cuyo espíritu parece presidir la mesa. La primera reacción es negarse a disfrutar del banquete, limitándose a probar con cierta displicencia los alimentos, temiendo que su mundo se desmorone ante el arte de esa extranjera.



Pero a medida que transcurre la cena, lentamente los sabores y aromas devuelven el color a los rostros marchitos, el vino enciende el brillo en las miradas, y empiezan a dejarse llevar por sus emociones. En la alegría se produce la reconciliación de la amistad, y el milagro cuando dos ancianos que han reprimido por lo largo tiempo su amor, se besan, permitiendo que la ternura libere sus cuerpos y sus almas, comprendiendo finalmente que a través del gozo y la felicidad se puede también llegar a Dios.



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