LA COCINA LIMEÑA Y LOS VIAJEROS DEL SIGLO XIX

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A comienzos del siglo XIX Lima era una ciudad de calles estrechas cruzada por carruajes y caballos. Vivían aproximadamente 80,000 personas y, desde entonces, Miraflores presumía de casas solariegas y hermosas con vista a un mar tranquilo que se confunde a lo lejos con el horizonte. Algunos viajeros europeos se muestran decepcionados, otros la ensalzan. En 1825, Samuel Haigh, dice que Lima era admirada por sus magníficas iglesias llenas de oro y plata, y la vida lujosa y espléndida que llevan sus habitantes. Solemnes procesiones, concurridos teatros y corridas de toros, mujeres bellas y seductoras, jardines cargados de frutas deliciosas y azahares fragantes; en suma, todo lo asociado a lo rico, voluptuoso y alegre. “Lima era la reina de las ciudades sudamericanas, orgullo del hemisferio occidental, donde el virrey sobrepasaba en boato a los monarcas europeos, donde los comerciantes eran célebres por su opulencia, donde las ciencias y artes y el comercio florecían”.


Una ciudad de frutas y flores

El sur y este de Lima están cubiertos con jardines y huertos que ofrecen las más deliciosas frutas, dice Stevenson, otro viajero inglés. Se encuentran aquí diversas variedades de uva y aceitunas de calidad excelente. Hay manzanas, peras, melocotones, duraznos, melones, sandías, higos, granadas, membrillos, plátanos, naranjas, limones, limas, cidras, toronjas, lúcumas, paltas, pacae, guayaba, granadilla, tumbo, capulí, piña, pepinos, y chirimoya, a menudo llamada la reina de las frutas. Con tal variedad de frutas y la abundancia de azúcar se comen en Lima más dulces y golosinas que en ningún otro lugar, concluye.

A William Bennet Stevenson, también le sorprende la variedad de flores y la apasionada afición de las limeñas. “He sabido, dice, que por un lirio blanco un poco fuera de estación, se pagó el precio de ocho dólares y por jacintos dos y tres dólares cada uno”. Flores que, además, adornan los comedores, agrega. La hora usual del desayuno es las ocho de la mañana; se toma una taza de chocolate y solo algunas veces, carnero hervido, huevos fritos, jamón o salchichas. La hora del almuerzo es la una de la tarde; es una comida abundante que empieza por la sopa y el puchero, seguida por otros platos exquisitos. El café es servido inmediatamente después de las comidas; en las clases altas los comensales se reúnen en otro cuarto donde suele servirse el café y los licores. La fruta es comúnmente introducida entre los postres y se considera más saludable comerla en ese momento. En la noche se sirve una taza de café o chocolate, o un vaso de limonada, agua de piña, leche de almendras o cualquier otra bebida refrescante, y entre los altos círculos se usa el chocolate y los helados.

Los mercados: Un espectáculo extraordinario

Lo que más le llama la atención a Stevenson en 1825, es el espectáculo que ofrece el mercado limeño a las cinco de la mañana. Es uno de los lujos más grandes que la vista puede disfrutar, dice fascinado ante la excelencia de las carnes de res, carnero y cerdo, "y toda clase de carnes saladas y secadas traídas principalmente del interior; éstas son el charque, la cecina, carne salada y ahumada o secada al sol; jamones, tocino y cabrito helado de la cordillera, cuyo alimento es el más delicado; hay igualmente muchas clases de pescado: pescado salado, principalmente bacalao de Europa, tollo, congrio, (...) gran abundancia de corvina, jureles, macarel, chita, platija, rodaballo, pejerrey, lisa, anchoveta, etc. (...) y los más excelentes camarones de los ríos, algunos de los cuales tienen más de seis o siete pulgadas de largo".

La exhibición de aves de corral es también magnífica, "un pavo cuesta de tres a cinco dólares; una gallina de uno a dos dólares; los patos, el ánade americano, al mismo precio; los pichones a medio dólar cada uno; los gansos se ven muy raras veces en el mercado. Aquí también hay un mercado para toda clase de menestras, frijoles de varias especies, maíz de cinco a seis clases, lentejas, garbanzos, quinua, etc. El mercado de cereales contiene toda clase de productos de horticultura no conocidos en Inglaterra, tales como la arracacha, la yuca, la raíz de casava, el camote, la papa dulce, el ñame o batata, la oca, etc. Los cereales son especialmente finos y abundantes y generalmente baratos. El mercado de frutas es espléndido; suministra las frutas más deliciosas de Europa”, uva de diversas variedades, duraznos, melocotones, manzana, pera, granada, fresas, y abundancia de deliciosas frutas tropicales: piña, melón, granadillas, lúcuma, nísperos, guayabas, paltas, guanábanas, naranjas, lima, limones, toronja, cidra, plátanos y sobre todo, la chirimoya.

Los habitantes de Lima tienen muchos platos peculiares

La olla podrida española se llama aquí puchero, dice Stevenson, es potaje que se encuentra en toda mesa y está compuesto de carne de vaca, cordero, ave, jamón y embutidos mezclados con yuca, camote, repollo, nabo, verduras, guisantes y un poco de arroz. Hay recetas con fríjol y quinua que ya eran consumidas antes de la conquista, y grandes cantidades de zapallos y calabazas que forman parte principal de la alimentación de las clases humildes.

La lahua, es un espesado de harina de maíz hervida con carne de puerco o pavo y muy sazonada con ají verde. La carapulca, consiste en papa secas, nueces y garbanzos resecados y pulverizados, que después de hervir adquieren consistencia mezclándose con la carne. La papa seca se prepara de esta manera: “se hierven papas pequeñas, peladas y luego secadas al sol, pero las mejores son las que se han helado en el severo clima de las cordilleras, las cuales se conservan por mucho tiempo y cuando se quiere usarlas se requiere pulverizarlas y remojarlas”.

También una gran variedad de chupes que se preparan cocinando papas, queso, huevos y después se añade carne o pescado frito. “De los cerdos de Guinea o “cuis” (cuyes), continúa Stevenson, hacen un plato muy delicado; son tostados y después aderezados con gran cantidad de ají, apanados hasta tener la consistencia de la pasta; algunas veces se añaden papas, nueces moscadas y otros ingredientes. Este es el favorito de los platos picantes y para mi gusto es extremadamente delicado".

Felice indiani, que manducat pepiani

Las distintas variedades de maíz sirven para muchos potajes. Hervidos conagua se llama mote. El maíz aun verde es usado hirviendo las mazorcas, o con los granos secos, dándose a esto el nombre de chochoca. Se hacen también tamales con maíz blanco molido en el batán. Cuando la pasta está formada se hierve sazonada con sal, ají, y una porción de manteca. “Los tamales dulces se hacen del maíz verde (...) y de su harina se hacen excelentes bizcochos y galletas. Una clase de dulce llamado sango, es preparado hirviendo la harina con agua, lo que constituye el principal alimento de los esclavos de las haciendas y plantaciones. Otra clase, similar al budín es común en varios lugares pero particularmente en Lima: se llama mazamorra y a los limeños se les llama, a menudo, de forma irónica mazamorreros, aficionados a la mazamorra”.

También del maíz se prepara una bebida fermentada, llamada chicha. Se deja germinar el maíz y se fermenta agregándosele otros ingredientes. “Este brebaje era bien conocido por los antiguos habitantes antes de la Conquista”. Otra de las preparaciones de maíz que sorprenden a Stevenson, es el pepían. Plato exquisito y favorito, agrega, “que al ser presentado por un cocinero americano al Papa, éste exclamó: ¡felice indiani, que manducat pepían! (felices los indios que comen pepián)”.




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LOS LIBROS DE LA GASTRONOMÍA PERUANA

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Las primeras referencias de la alimentación del antiguo Perú provienen de los cronistas españoles asombrados de encontrar gran cantidad y variedad de plantas alimenticias, y un eficiente sistema agrícola conformado de andenes o terrazas, perfectamente construidas a más de 3,000 metros de altitud con el fin de recibir la lluvia y las aguas que bajan de altos nevados y montañas, lo que permitía que los pobladores del antiguo Imperio de los Incas estuvieran bien nutridos y gozaran de buena salud. De todos estos productos, la papa, el maíz y la quinua fueron los más importantes.

Fueron las mujeres indígenas quienes desde los inicios de la conquista se encargaron de preparar la comida para los españoles fusionando los alimentos; y poco a poco como resultado de la unión de estos saberes gastronómicos fue surgiendo la espléndida cocina peruana, generosa de exquisitos sabores y antiguas reminiscencias, producto de un amplio proceso que se inicia en las culturas precolombinas, y se prolonga hasta nuestros días como expresión de una vasta herencia cultural.

En estos espacios se produjo otra conquista del sabor y la de nuevos aromas y gustos. Recetas que en perfecta combinación con los productos nativos peruanos dieron lugar a nuevos platos que colmaron las mesas de sabrosos guisos, suculentos estofados de carne y exquisitos postres, muchos de los cuales se preparaban en conventos de clausura. El Convento de La Encarnación era famoso por sus pastas de almendras, el de Santa Catalina por sus dulces y el de Santa Clara por los frejoles Terranova. Allí se unían los sabores de deliciosas frutas como la guanábana, lúcuma, ciruela, chirimoya, higos y piña, entre otras, con el clavo de olor, anís, canela, ajonjolí, camote, yuca y harina de maíz.

Las primeras referencias de la gastronomía peruana empiezan a aparecer en el siglo XVIII. El Mercurio Peruano, uno de los más importantes medios culturales del Virreinato, en varias ediciones da cuenta de los primeros cultivos españoles que llegaron a Lima y cómo se fueron incorporando en la alimentación diaria los productos nativos aunque con cierto recelo en los inicios.

Antonio Raimondi, en su obra El Perú. Itinerarios de viajes, que data de 1865, se refiere a la importante producción de aceitunas y de aceite de oliva en la costa sur peruana. Productos cuyo consumo habrían sido más mayor hacia mediados del siglo XVIII. Ya para entonces existían buenos e importantes restaurantes. Según testimonia Radiguet, en 1841 funcionaba la fonda del francés M. Maury, que algunos años después se convirtió en el Hotel Maury, reputado por la calidad de su cocina. En 1848, Aurelio Layet abrió un restaurante en la plazuela El Teatro, y en 1872, se inauguró el restaurante de la "Exposición". Es también en este período que aparecen los primeros cronistas gastronómicos.

Cronistas Gastronómicos

Manuel Atanasio Fuentes, fue un destacado periodista y escritor que publicó artículos en varios de los periódicos y revistas de entonces con el seudónimo de “El Murciélago”. En 1867 apareció su libro, Lima: Apuntes históricos, descriptivos, estadísticos y de costumbres gastronómicas, en el que se consignan por primera vez una importante lista de guisos nacionales como el Puchero, cuya receta incluye a la preparación española productos peruanos. Menciona también los chupes, carapulca, locro, quinua, chicharrones y tamal. En los grandes festines, dice, se servía una gran variedad de platos: sopa teóloga, puchero, pato, pavo relleno, gallinas asadas, carapulca, pichones y el ceviche que empezaba a ser un plato famoso. Así como gran variedad de frutas y postres entre los que destacan leche asada y maná. Los postres se acompañaban de champagne y pisco.

Otro destacado escritor y poeta del siglo XIX fue Federico Flores y Galindo, que publicó artículos sobre la cocina criolla con el seudónimo de “Dalmiro”, y un libro de poemas titulado: Salpicón de Costumbres Nacionales, en 1872. Señala a la sopa teóloga como uno los platos más populares de la costa norte peruana, cuya receta proviene de los conventos. Destaca la afición de los limeños por los dulces en varios poemas.

El cronista Carlos Prince escribe en 1890 que el ceviche es uno de los platos favoritos, y consigna la receta del pescado cortado en pedazos y macerado con zumo de naranjas agrias, ají y sal; actualmente el ceviche se prepara con zumo de limón. También en 1890, la escritora argentina Juana Manuela Gorriti, publicó en Buenos Aires su libro: Cocina ecléctica con las recetas que había recogido en Lima de las más destacadas escritoras de entonces con nombres bastante curiosos: Disfraz de papas, Balas de general, Sopa teóloga, Sopa de abril, Budín a la condesa, Leche nevada, Dorado San Martín.



Pero el escritor costumbrista Adán Felipe Mejía, conocido como "El Corregidor", es el verdadero fundador de la crónica gastronómica peruana. Escribió entre 1946 y 1947 en el diario "La Prensa", crónicas culinarias en su columna titulada: "Ayer y Hoy". Y, en su libro Cocina Peruana, proporciona una importante información de la cocina de entonces en poemas dedicados a diferentes preparaciones y productos. Escribe que la papa está en el Perú desde la más profunda noche de los tiempos y que la comieron las mujeres nobles del Imperio Incaico, los guerreros, el pueblo, el Inca y sus antecesores; también los españoles la comieron con gran contentamiento y regocijo: "Existen papas arenosas enormes de color delicado y noble forma. Otras ovales y perfectas, como cantos rodados, sin hoyuelos, más resistentes y adensadas. Las hay redondas, lisas, acanaladas, tiernas. Hay de cáscara negra, y muy blancas por dentro. (…). Y la papa amarilla -ese poema- delicada, con pequeños hoyuelos al costado como rostro de niña encantadora, esa papa amarilla como yema de huevo..."

De esos años data un importante recetario de la cocina peruana, Cocina y repostería cuya 21ª Edición apareció en 1949, aunque se ignora cuándo se publicó la primera versión. Tampoco se conoce mucho de su autora, Francisca Baylon, solo lo que está consignado en la primera del libro: “Viandas típicamente limeñas y de origen europeo, peruanizadas por la negra: Francisca Baylon, quien desde hace 44 años viene probando y perfeccionando las recetas de este libro a fin de que las amas de casa que lo consulten, puedan obtener de él, viandas exquisitas y económicas que han de ayudarles en el diario menú familiar y muy especialmente a salir airosas cuando les toque ser anfitrionas”.

Otro cronista gastronómico fue el conocido periodista Federico More, quien en la década de 1950 publicó una serie de crónicas en el diario "El Comercio". En la crónica titulada: “Sabrosa Cocina Peruana”, del 30 de abril de 1953, dice que es “natural que nuestra cocina sea, si no la más sabrosa, una de las más sabrosas del mundo. Así mismo, el libro de Ricardo Alcalde Mongrut, conocido como “Compadre Guisao”, De la mar y la mesa. Jocundas historias con antiguas recetas publicado originalmente en 1981 de manera póstuma, es una estupenda recopilación de recetas y de artículos de la cocina costeña en diálogos donde se imita el habla popular para referirse a diferentes platos de la cocina peruana. El ceviche ocupa ya un lugar de preferencia en el libro Alcalde Mongrut.



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CENAS MEMORABLES

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La noche del 6 de julio de 1815, después de la derrota de Waterloo, la ciudad de París está ocupada por los ejércitos de Rusia, Prusia e Inglaterra con el Duque de Wellington al mando. Napoleón ha abdicado y la Asamblea proclama emperador a su hijo Napoleón II. Dos hombres poderosos se encuentran en secreto en el palacio de la calle Saint Florentine: Charles Maurice de Talleyrand, Ministro de Relaciones Exteriores, que adhiere la restauración borbónica, y Joseph Fouché, Ministro del Interior durante varios gobiernos, que anhela instaurar la II República con el apoyo jacobino; de hecho es ya Presidente del Gobierno Provisional.



Este momento histórico sirve de argumento a La cena (1989), obra del dramaturgo francés Jean Claude Brisville, que recrea esa noche espléndida entre dos hombres de carácter diferente, enemigos acérrimos que se detestan, y que se ven obligados a pactar para mantenerse a flote. “Vos necesitáis mi fuerza”, afirma Fouché, y Talleyrand responde, “Y vos mi cabeza”.

Memorable cena que revela el sumun de la negociación y de la intriga política de dos personajes que sólo se sirven a sí mismos. “Con una buena Policía sólo puede haber un buen Gobierno, porque nadie podrá decir que es malo”, dice Talleyrand; mientras que para Fouché: “El poder será de la Policía, de los espías, de los delatores. Ese será el orden”. Cínica reflexión de quienes solo ansían el poder y la riqueza.


La acción transcurre alrededor de una mesa iluminada con una luz que parece irrumpir con el único propósito de revelar el ángulo preciso y cierto: las expresiones y la transformación de los rostros mientras el pacto se produce y se deleitan con la maestría del sabor de Bouillon de perdrix, Pâté de Foie Gras Truffé, Garniture d'oignons glacés, Saumon Royale, entre otros platos. Según Tayllerand, para el éxito de las negociaciones es más importante contar con buenos cocineros que con buenos diplomáticos, y por ello confiaba sus cenas al mejor de su época, Marie Antoine Carême.

No sabemos hasta que punto Fouché se dejó conmover por las truchas, los salmones y el vino, porque en la magnífica biografía que escribiera de él, Stefan Zweig, dice que era un hombre que no conocía pasiones recias, avasalladoras: “no es arrastrado hacia las mujeres ni hacia el juego; no bebe vino, no le tienta el despilfarro, no mueve sus músculos, no vive más que en su estudio, entre documentos y papeles. Nunca se enfada visiblemente, nunca vibra un nervio en su cara. Sólo para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos…”

Pero lo cierto es que al día siguiente en Saint-Denis, Fouché prestó juramento de fidelidad a Luis XVIII ante el beneplácito de Talleyrand. No olvidemos que en 1793 Fouché aprobó la ejecución de Luis XVI, hermano del rey que ahora apoyaba. Fouché y Talleyrand, constituyen las figuras psicológicas más interesantes de esa época. Según Stefan Zweig, los dos eran inteligentes, realistas, habían pasado por la escuela de la Iglesia y de la revolución. “Los dos tienen la misma sangre fría, el afán por el dinero y los honores. Los dos sirvieron con la misma infidelidad y la misma ausencia de escrúpulos a la República, el Directorio, el Consulado, el Imperio y la Monarquía”.


Otra cena, no menos memorable, es la que describe Karen Blixen, - que publicó con el seudónimo de Isak Dinesen – en El banquete de Babette (1952), uno de los relatos compendiados posteriormente en Anécdotas del destino (1958). La acción transcurre en una aldea de Jutlandia, Dinamarca, a fines del siglo XIX en la que viven un estricto pastor luterano con dos hijas solteras de edad adulta, Filippa y Martine, educadas en la rígida tradición puritana, aisladas del mundo en constante lucha contra el pecado, y privadas de vida amorosa.

Tras la muerte del padre, Filippa y Martine quedan al servicio de los fieles, manteniendo viva la rígida autoridad paterna y renunciando a la posibilidad – por entonces remota – de una vida propia. A esta casa llega en 1871 durante la guerra franco-prusiana, Babette, una famosa cocinera francesa que solicita ser acogida como sirvienta portando una carta de recomendación de Achille Papin, cantante de ópera y antiguo pretendiente de Philippa.


Desde su llegada Babette es considera una extraña, ajena a la comunidad, no obstante que vive con ellos catorce años. Como es de suponer, la vida restrictiva de las hermanas también se refleja en una magra y frugal dieta, cocina sobria de guiso de bacalao y sopa de cerveza. Pero un día Babette juega a la lotería y gana diez mil francos, entonces decide demostrarles su gratitud con una suculenta cena que conmemore el centenario del nacimiento de padre, a la que también son invitados los más fieles discípulos del venerable pastor. Todos aceptan el festín, pero decididos a no disfrutar de los manjares porque este gozo significa a todas luces un acto pecaminoso; y por supuesto tampoco beberán los excelentes vinos que les ofrecerá Babette.


Los días previos al banquete se convierte en un suplicio para Filippa y Martine, que turbadas presencian la llegada de carnes, pescados, trufas, frutas, dulces, chocolates, y un importante surtido de finos vinos, todos procedentes de París especialmente encargados por Babette. El día del banquete, desde muy temprano en la mañana, Babette empieza a cocinar. La casa de llena de aromas, del calor de las ollas y de la fragancia de las especies, y poco a poco todo va cobrando vida. Mientras Filippa y Martine intentan disimular las severas miradas de reprobación de los invitados, vestidos de negro, con el rostro adusto, y refunfuñando por dentro.


Al ocupar su sitio en la mesa, ni la exquisitez ni el refinamiento del festín que les ha preparado Babette logran disminuir el miedo y la culpa de los discípulos del estricto pastor luterano cuyo espíritu parece presidir la mesa. La primera reacción es negarse a disfrutar del banquete, limitándose a probar con cierta displicencia los alimentos, temiendo que su mundo se desmorone ante el arte de esa extranjera.



Pero a medida que transcurre la cena, lentamente los sabores y aromas devuelven el color a los rostros marchitos, el vino enciende el brillo en las miradas, y empiezan a dejarse llevar por sus emociones. En la alegría se produce la reconciliación de la amistad, y el milagro cuando dos ancianos que han reprimido por lo largo tiempo su amor, se besan, permitiendo que la ternura libere sus cuerpos y sus almas, comprendiendo finalmente que a través del gozo y la felicidad se puede también llegar a Dios.



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